martes, 8 de mayo de 2012

Y que se duerma el mar


"Un sendero salpicado de almendros conducía por el valle hasta el pequeño pueblo de Emaús. En la lindes de las eras, los campesinos habían puesto muñecos de paja provistos de cuernos para ahuyentar a los malos espíritus, y más allá estaban las primeras casas. Eran de madera, con muros de arcilla y ramas entretejidas. En el cielo flotaban volutas de niebla y sobre la línea del horizonte, que semejaba una cinta azulada, se veían hileras interminables de olivos.
Un puente de madera cruzaba el arroyo, cuyo cauce estaba lleno de piedras redondas y los troncos de los árboles parecían arder por la luz del atardecer. Muy cerca había una casa grande, rodeada de extensos huertos y viñedos. La circundaba una tapia cubierta de plantas trepadoras. A la izquierda estaban los establos; y a la derecha un patio desierto con un arco que se abría a un jardín. A través de los árboles frutales se oían gritos femeninos y el salpicar de una fuente. Entre las ramas brillaban las luces. Eran linternas con cristales de color suspendidas de cuerdas sobre una amplia glorieta, donde un grupo de jóvenes, casi unas niñas jugaban.
La glorieta parecía un bosque. Había ramas verdes atadas a las columnas, pequeños nidos de mimbres y tenderetes de frutas y golosinas. Algunas jóvenes llevaban ramas de sauce que agitaban como pequeños abanicos. Una de ellas estaba acostada en un rincón sobre un diván cubierto con tela púrpura. Las otras hacían ofrendas de harina y aceite, y echaban sal sobre las llamas para que se pusieran azules, pero ella prefería quedarse allí, bajo la gran higuera, entregada a sus pensamientos. Tenía catorce años y le faltaba la mano derecha. Había una linterna en el suelo y su luz iluminaba el delicado muñon que recordaba los brotes de la higuera. Aquella tierra jamás carecía de frutos: en los dos meses en que los higos no maduraban lo hacían los granados.
La jóven se llamaba María, que en hebreo significa "amada". Ana, su madre, la había concebido a una edad muy avanzada, cuando nadie esperaba que algo así pudiera suceder. Una tarde alzó su mirada al cielo y descubrió que en el laurel del patio había un nido lleno de pequeñas crias de jilguero. Y ella, que nada deseaba más que tener un hijo, se lamentó de que las aves del cielo, los animales y hasta las aguas y la tierra fueran fecundas mientras su vientre fuera estéril. Dios escuchó su ruego y le concedió lo que deseaba."

Y que se duerma el mar.  Gustavo Martín Garzo


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